He heredado de mi madre la capacidad de anticipar las desgracias. Sólo que yo tengo la misma capacidad anticipando problemas y riesgos. No tengo más que llegar a un sitio para echar una mirada alrededor y ver dónde están los peligros, las amenazas y los problemas potenciales. Soy de las que se sube al coche y antes de arrancar ya bloquea las puertas. De las que me dejan un niño y en lugar de jugar con él hago un rastreo visual para detectar enchufes, ventanas, cerillas y cables donde pueda estrangularse, electrocutarse, cortarse el cuello o auto-inmolarse.
Así que para mí internet es una maldición. Me sale una mancha en la piel y rápidamente tecleo en google “mancha en la piel” y ya sé que estoy desarrollando un cáncer y que me quedan menos de tres semanas de vida. Me voy a comprar un coche, tecleo en google la marca y el modelo y rápidamente averiguo todas las averías que va a tener y la cantidad de piezas defectuosas de fábrica que se van a romper y que me van a costar una fortuna y todas las veces que han fallado los frenos en ese modelo y todas las ancianitas que han muerto atropelladas por eso.
Ser yo es una agonía.
Cuando nos planteamos adoptar un segundo gato, puse en marcha todos mis mecanismos de rastreo para identificar los peligros reales, irreales, potenciales e imaginarios a los que podría exponer a mi gato residente con la entrada de un nuevo inquilino. Enfermedades. Comportamientos anormales. La casa inundada de pises. Arañazos. Peleas. Sangre. Ay dios.
Pero encontré la solución. Pautas de comportamiento. Metes las palabras pautas-de-comportamiento-gatos en google y te aparece una marea de recomendaciones para presentar a dos gatos y que no se partan la cara (perdón, el hocico) nada más verse. Me las empollé de memoria. Hasta las imprimí. Cuando llegó Casper a casa me comían los nervios. Me moría de miedo. Ya me imaginaba al gatito encerrado en el baño durante quince días mientras Ikatz tiraba la puerta abajo a patadas y luego el pequeño le sacaba un ojo al grande y nos asesinaba a Iban y a mí mientras dormíamos (ya os conté la obsesión de mi madre con este tema de los psicópatas con bigote).
¿Y qué pasó?
Nada. Nada de nada. Cuando se vieron no se oyó un bufido más alto que otro. A las dos horas ya estaban corriendo uno detrás del otro por toda la casa. A las diez horas ya estaban comiendo juntos en el mismo cuenco. A los dos días ya se andaban babeando uno al otro (yo te chupo una pata si tú me chupas unas oreja). Y hoy, tres días después, han aparecido durmiendo juntos.
Como dos angelitos.